“Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón- prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados”


J. B. Watson


domingo, 28 de septiembre de 2014

Entrevista a Allen Frances

“Convertimos problemas cotidianos en trastornos mentales”

Catedrático emérito de la Universidad de Duke, dirigió la considerada 'biblia' de los psiquiatras

Allen Frances (Nueva York, 1942) dirigió durante años el Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM), en el que se definen y describen las diferentes patologías mentales. Este manual, considerado la biblia de los psiquiatras, es revisado periódicamente para adaptarlo a los avances del conocimiento científico. El doctor Frances dirigió el equipo que redactó el DSM IV, a la que siguió una quinta revisión que amplió considerablemente el número de entidades patológicas. En su libro ¿Somos todos enfermos mentales? (Ariel, 2014) hace autocrítica y cuestiona que el considerado como principal referente académico de la psiquiatría colabore en la creciente medicalización de la vida.

Pregunta. En el libro entona un mea culpa, pero aún es más duro con el trabajo de sus colegas en el DSM V. ¿Por qué?
Respuesta. Nosotros fuimos muy conservadores y solo introdujimos dos de los 94 nuevos trastornos mentales que se habían sugerido. Al acabar, nos felicitamos, convencidos de que habíamos hecho un buen trabajo. Pero el DSM IV resultó ser un dique demasiado endeble para frenar el empuje agresivo y diabólicamente astuto de las empresas farmacéuticas para introducir nuevas entidades patológicas. No supimos anticiparnos al poder de las farmacéuticas para hacer creer a médicos, padres y pacientes que el trastorno psiquiátrico es algo muy común y de fácil solución. El resultado ha sido una inflación diagnóstica que produce mucho daño, especialmente en psiquiatría infantil. Ahora, la ampliación de síndromes y patologías en el DSM V va a convertir la actual inflación diagnóstica en hiperinflación.

P. ¿Todos vamos a ser considerados enfermos mentales?
R. Algo así. Hace seis años coincidí con amigos y colegas que habían participado en la última revisión y les vi tan entusiasmados que no pude por menos que recurrir a la ironía: habéis ampliado tanto la lista de patologías, les dije, que yo mismo me reconozco en muchos de esos trastornos. Con frecuencia me olvido de las cosas, de modo que seguramente tengo una predemencia; de cuando en cuando como mucho, así que probablemente tengo el síndrome del comedor compulsivo, y puesto que al morir mi mujer, la tristeza me duró más de una semana y aún me duele, debo haber caído en una depresión. Es absurdo. Hemos creado un sistema diagnóstico que convierte problemas cotidianos y normales de la vida en trastornos mentales.

P. Con la colaboración de la industria farmacéutica...
R. Por supuesto. Gracias a que se les permitió hacer publicidad de sus productos, las farmacéuticas están engañando al público haciendo creer que los problemas se resuelven con píldoras. Pero no es así. Los fármacos son necesarios y muy útiles en trastornos mentales severos y persistentes, que provocan una gran discapacidad. Pero no ayudan en los problemas cotidianos, más bien al contrario: el exceso de medicación causa más daños que beneficios. No existe el tratamiento mágico contra el malestar.

P. ¿Qué propone para frenar esta tendencia?
R. Controlar mejor a la industria y educar de nuevo a los médicos y a la sociedad, que acepta de forma muy acrítica las facilidades que se le ofrecen para medicarse, lo que está provocando además la aparición de un mercado clandestino de fármacos psiquiátricos muy peligroso. En mi país, el 30% de los estudiantes universitarios y el 10% de los de secundaria compran fármacos en el mercado ilegal. Hay un tipo de narcóticos que crean mucha adicción y pueden dar lugar a casos de sobredosis y muerte. En estos momentos hay ya más muertes por abuso de medicamentos que por consumo de drogas.

P. En 2009, un estudio realizado en Holanda encontró que el 34% de los niños de entre 5 y 15 años eran tratados de hiperactividad y déficit de atención. ¿Es creíble que uno de cada tres niños sea hiperactivo?
R. Claro que no. La incidencia real está en torno al 2%-3% de la población infantil y sin embargo, en EE UU están diagnosticados como tal el 11% de los niños y en el caso de los adolescentes varones, el 20%, y la mitad son tratados con fármacos. Otro dato sorprendente: entre los niños en tratamiento, hay más de 10.000 que tienen ¡menos de tres años! Eso es algo salvaje, despiadado. Los mejores expertos, aquellos que honestamente han ayudado a definir la patología, están horrorizados. Se ha perdido el control.

P. ¿Y hay tanto síndrome de Asperger como indican las estadísticas sobre tratamientos psiquiátricos?
R. Ese fue uno de los dos nuevos trastornos que incorporamos en el DSM IV y al poco tiempo el diagnóstico de autismo se triplicó. Lo mismo ocurrió con la hiperactividad. Nosotros calculamos que con los nuevos criterios, los diagnósticos aumentarían en un 15%, pero se produjo un cambio brusco a partir de 1997, cuando las farmacéuticas lanzaron al mercado fármacos nuevos y muy caros y además pudieron hacer publicidad. El diagnóstico se multiplicó por 40.

P. La influencia de las farmacéuticas es evidente, pero un psiquiatra difícilmente prescribirá psicoestimulantes a un niño sin unos padres angustiados que corren a su consulta porque el profesor les ha dicho que el niño no progresa adecuadamente, y temen que pierda oportunidades de competir en la vida. ¿Hasta qué punto influyen estos factores culturales?
R. Sobre esto he de decir tres cosas. Primero, no hay evidencia a largo plazo de que la medicación contribuya a mejorar los resultados escolares. A corto plazo, puede calmar al niño, incluso ayudar a que se centre mejor en sus tareas. Pero a largo plazo no ha demostrado esos beneficios. Segundo: estamos haciendo un experimento a gran escala con estos niños, porque no sabemos qué efectos adversos pueden tener con el tiempo esos fármacos. Igual que no se nos ocurre recetar testosterona a un niño para que rinda más en el fútbol, tampoco tiene sentido tratar de mejorar el rendimiento escolar con fármacos. Tercero: tenemos que aceptar que hay diferencias entre los niños y que no todos caben en un molde de normalidad que cada vez hacemos más estrecho. Es muy importante que los padres protejan a sus hijos, pero del exceso de medicación.

P. ¿En la medicalización de la vida, no influye también la cultura hedonista que busca el bienestar a cualquier precio?
R. Los seres humanos somos criaturas muy resilientes. Hemos sobrevivido millones de años gracias a esta capacidad para afrontar la adversidad y sobreponernos a ella. Ahora mismo, en Irak o en Siria, la vida puede ser un infierno. Y sin embargo, la gente lucha por sobrevivir. Si vivimos inmersos en una cultura que echa mano de las pastillas ante cualquier problema, se reducirá nuestra capacidad de afrontar el estrés y también la seguridad en nosotros mismos. Si este comportamiento se generaliza, la sociedad entera se debilitará frente a la adversidad. Además, cuando tratamos un proceso banal como si fuera una enfermedad, disminuimos la dignidad de quienes verdaderamente la sufren.

P. Y ser etiquetado como alguien que sufre un trastorno mental, ¿no tiene también consecuencias?
R. Muchas, y de hecho cada semana recibo correos de padres cuyos hijos han sido diagnosticados de un trastorno mental y están desesperados por el perjuicio que les causa la etiqueta. Es muy fácil hacer un diagnóstico erróneo, pero muy difícil revertir los daños que ello conlleva. Tanto en lo social como por los efectos adversos que puede tener el tratamiento. Afortunadamente, está creciendo una corriente crítica con estas prácticas. El próximo paso es concienciar a la gente de que demasiada medicina es mala para la salud.

P. No va a ser fácil…
R. Cierto, pero el cambio cultural es posible. Tenemos un magnífico ejemplo: hace 25 años, en EE UU el 65% de la población fumaba. Ahora, lo hace menos del 20%. Es uno de los mayores avances en salud de la historia reciente, y se ha conseguido por un cambio cultural. Las tabacaleras gastaban enormes sumas de dinero en desinformar. Lo mismo que ocurre ahora con ciertos medicamentos psiquiátricos. Costó mucho hacer prosperar la evidencia científica sobre el tabaco, pero cuando se consiguió, el cambio fue muy rápido.

P. En los últimos años las autoridades sanitarias han tomado medidas para reducir la presión de los laboratorios sobre los médicos. Pero ahora se han dado cuenta de que pueden influir sobre el médico generando demanda en el paciente.
R. Hay estudios que demuestran que cuando un paciente pide un medicamento, hay 20 veces más posibilidades de que se lo prescriban que si se deja simplemente a decisión del médico. En Australia, algunos laboratorios requerían para el puesto de visitador médico a personas muy agraciadas, porque habían comprobado que los guapos entraban con más facilidad en las consultas. Hasta ese punto hemos llegado. Ahora hemos de trabajar para lograr un cambio de actitud en la gente.

P. ¿En qué sentido?
R. Que en vez de ir al médico en busca de la píldora mágica para cualquier cosa, tengamos una actitud más precavida. Que lo normal sea que el paciente interrogue al médico cada vez que le receta algo. Preguntar por qué se lo prescribe, qué beneficios aporta, qué efectos adversos tendrá, si hay otras alternativas. Si el paciente muestra una actitud resistente, es más probable que los fármacos que le receten estén justificados.

P. Y también tendrán que cambiar hábitos.
R. Sí, y déjeme decirle un problema que he observado. ¡Tienen que cambiar los hábitos de sueño! Sufren ustedes una falta grave de sueño y eso provoca ansiedad e irritabilidad. Cenar a las 10 de la noche e ir a dormir a las 12 o la una tenía sentido cuando hacían la siesta. El cerebro elimina toxinas por la noche. La gente que duerme poco tiene problemas, tanto físicos como psíquicos.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Por qué ellos se orientan mejor y ellas tienen más memoria

http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/12/03/actualidad/1386068482_598843.html

viernes, 8 de noviembre de 2013

Test del malvavisco

En este video podéis ver los esfuerzos denodados del niño por aplazar la gratificación inmediata, sacrificando el placer del momento por la promesa de un placer mayor en el futuro (15 minutos, que para un niño puede ser una eternidad).
Lo interesante es que la capacidad del niño para demorar la gratificación, el tiempo que tarda en comerse la golosina, es un mejor predictor del éxito académico y el nivel de madurez social y emocional que tendrá a los 16 años que el coeficiente intelectual o el historial familiar o la clase social. ¿No es sorprendente? Una habilidad tan básica puede ser el factor clave del éxito en la vida.
Tomado de http://homominimus.com


domingo, 5 de febrero de 2012

Supermemoria

REPORTAJE
Así entrené mi supermemoria
JOSHUA FOER 05/02/2012

La zona del cerebro que conforma los pensamientos y la capacidad de recordar sigue siendo un gran enigma. Cómo funciona. El autor de este reportaje, que está a punto de publicar 'Los desafíos de la memoria' en Seix Barral, describe cómo se preparó para ganar el Campeonato de Memoria de EE UU y qué significó en su día a día.


Dom DeLuise, celebridad con sobrepeso (y cinco de tréboles), ha tomado parte en los siguientes actos indecorosos en mi imaginación: ha lanzado un escupitajo (nueve de tréboles) a la densa cabellera blanca de Albert Einstein (tres de diamantes) y le ha dado una demoledora patada de kárate (cinco de picas) en la entrepierna al papa Benedicto XVI (seis de diamantes). Michael Jackson (rey de corazones) ha observado un comportamiento excéntrico incluso para él. Ha defecado (dos de tréboles) en una hamburguesa de salmón (rey de tréboles) y ha atrapado su flatulencia (dama de tréboles) en un globo (seis de picas).


Este cuadro chabacano, de cuya puesta por escrito no me siento orgulloso, explica en gran medida el improbable sitio en el que me encuentro en este momento. Sentado a mi izquierda está Ram Kolli, un asesor de veinticinco años sin afeitar de Richmond, Virginia, que además es el actual campeón de memoria de Estados Unidos. A mi derecha tengo la cámara de una cadena de televisión nacional por cable. A mis espaldas, donde no puedo verlos ni ellos me pueden molestar, hay alrededor de un centenar de espectadores y un par de comentaristas televisivos que van ofreciendo un análisis de cada una de las pruebas. Uno de ellos es un repeinado locutor de boxeo veterano llamado Kenny Rice, cuya voz bronca, amodorrada, no puede ocultar su desconcierto por esta pandilla de paletos.


En un rincón de la sala se halla el objeto de mis desvelos: un hortera trofeo doble que consiste en una mano plateada con las uñas pintadas de dorado que blande una escalera de color y, en un gesto patriótico, tres águilas calvas posadas justo debajo. Mide casi lo mismo que mi sobrina de dos años (y pesa menos que la mayoría de sus peluches).


Tengo los ojos cerrados. Delante de mí, en una mesa, dispuestos boca abajo entre mis manos, hay dos mazos de cartas barajadas. Dentro de un momento, el jefe de árbitros pondrá en marcha un cronómetro y yo dispondré de cinco minutos para memorizar el orden de ambas barajas.


La increíble historia de cómo acabé en la final del Campeonato de Memoria de Estados Unidos, paralizado y sudando profusamente, empieza un año antes en una carretera nevada del centro de Pensilvania. Había ido en coche desde mi casa, en Washington, hasta la región de Lehigh Valley a entrevistar para la revista Discovery a un físico teórico de la Universidad de Kutztown que había inventado un mecanismo de cámara de vacío que se suponía haría estallar la palomita de maíz más grande del mundo. El recorrido me llevó a buscar al "campeón de inteligencia". En el curso de mis averiguaciones descubrí a un misterioso candidato que era, si no la persona más lista del mundo, por lo menos una especie de genio extravagante. Se llamaba Ben Pridmore y podía memorizar el orden exacto de 1.528 números aleatorios en una hora y -para impresionar a aquellos de nosotros de corte más humanista- cualquier poema que se le diera. Era el actual campeón de memoria del mundo.


En el plazo de cinco minutos podía aprenderse de memoria lo que había sucedido en 96 fechas históricas distintas y se sabía 50.000 dígitos de pi. ¿Acaso no era envidiable? Dejando a un lado un instante el hecho de que se hallaba en el paro temporalmente, ¿cuánto más productivo sería Ben Pridmore?


Aunque a primera vista estas hazañas podrían parecer poco más que trucos de feria -básicamente inútiles y tal vez incluso un tanto penosos-, lo que descubrí al hablar con los competidores fue algo mucho más trascendental, algo que me hizo replantear mis propios límites y la esencia misma de mi educación.


Todos nuestros recuerdos se encuentran entrelazados en una red de asociaciones. Esto no es una simple metáfora, sino un reflejo de la estructura física del cerebro. La masa de 1.300 gramos que corona nuestra columna vertebral se compone de unos 100.000 millones de neuronas, cada una de las cuales puede establecer entre 5.000 y 10.000 sinapsis con otras neuronas. La memoria, en el plano fisiológico más elemental, es un entramado de conexiones entre esas neuronas. Cada sensación que recordamos, cada pensamiento que albergamos, transforman nuestro cerebro al modificar las conexiones dentro de esa vasta red. Cuando haya llegado al final de esta frase, su cerebro habrá experimentado cambios físicos.


A pesar de la evolución vivida en décadas recientes, lo cierto es que nadie ha visto aún una memoria en el cerebro humano. Aunque los avances en el campo de la tecnología de la formación de imágenes han permitido que los neurocientíficos entiendan gran parte de la topografía básica del cerebro y estudios sobre las neuronas nos han proporcionado una idea clara de lo que sucede en el interior de células cerebrales individuales y entre dichas células, la ciencia sigue sin saber con certeza qué sucede en el sistema de circuitos del córtex, la capa arrugada más superficial del cerebro que nos permite pensar en el futuro, hacer divisiones largas y escribir poesía y que almacena la mayor parte de nuestros recuerdos. En lo que respecta a lo que sabemos del cerebro, somos como alguien que mirara una ciudad desde un avión que vuela alto.


Podemos distinguir dónde están las áreas industriales y residenciales, dónde está el aeropuerto, la ubicación de las principales arterias, dónde comienza la periferia. También sabemos con todo detalle cómo son las unidades individuales de la ciudad (los ciudadanos y, en esta metáfora, las neuronas). No obstante, en general, no podemos decir adónde va la gente cuando tiene hambre, cómo se gana la vida o cuál es el recorrido diario que efectúa una persona determinada. El cerebro tiene sentido visto desde muy cerca y desde muy lejos, es la zona intermedia -lo que conforma los pensamientos y la memoria, el lenguaje del cerebro- la que continúa siendo un gran enigma.


Sin embargo, una cosa está clara: la naturaleza asociativa no lineal de nuestro cerebro imposibilita que registremos conscientemente nuestra memoria de un modo ordenado. Un recuerdo solo pasa directamente a la conciencia si le da el pie otro pensamiento o percepción, otro nódulo de esa red interconectada casi ilimitada. De manera que cuando desaparece un recuerdo o tenemos un nombre en la punta de la lengua, su búsqueda puede resultar frustrante y a menudo infructuosa. Dado que nuestros recuerdos no siguen ninguna lógica lineal, no podemos ni buscarlos de manera secuencial ni ojearlos.


Los investigadores sometieron tanto a los atletas mentales como a un grupo equiparable de sujetos de control a sendas resonancias magnéticas y les pidieron que memorizaran números de tres dígitos, fotografías en blanco y negro de rostros de personas e imágenes ampliadas de copos de nieve mientras les escaneaban el cerebro. Cuando los investigadores revisaron los datos obtenidos, no vieron una sola diferencia estructural significativa. El cerebro de los atletas mentales parecía exactamente igual que el de los sujetos de control. Es más, en cada una de las pruebas de capacidad cognitiva general, la puntuación obtenida por los atletas mentales se situaba dentro de los valores normales. Los campeones de memoria no eran más listos ni tenían un cerebro especial.


Pero existía una diferencia reveladora entre los cerebros de los atletas mentales y los sujetos de control: cuando los investigadores observaron qué partes del cerebro se iluminaban cuando los atletas mentales memorizaban, descubrieron que activaban un sistema de circuitos completamente distinto. Según las resonancias magnéticas funcionales, áreas del cerebro que eran menos activas en los sujetos de control parecían funcionar a toda máquina en el caso de los atletas mentales.


Lo sorprendente era que cuando los atletas mentales aprendían algo nuevo hacían uso de varias regiones del cerebro que se sabe que se asocian a dos cometidos específicos: la memoria visual y la memoria espacial. Los atletas mentales dijeron que convertían en imágenes de manera consciente la información que debían memorizar y distribuían dichas imágenes en recorridos espaciales familiares. No realizaban esta operación automáticamente o porque poseyesen un talento innato cultivado desde la infancia.


A la cabeza del renacer del ejercicio de la memoria se sitúa un impecable educador británico de 67 años y gurú autonombrado llamado Tony Buzan, que afirma poseer el "coeficiente de creatividad" más alto del mundo. Cuando lo conocí llevaba un traje azul marino con cinco enormes botones con el reborde dorado y una camisa sin cuello y con otro gran botón en la garganta que le daba el aire de un sacerdote del Este. En la solapa lucía un alfiler con forma de neurona, y en la esfera del reloj se distinguía una reproducción del cuadro de Dalí La persistencia de la memoria (el de los relojes blandos). Llamaba a los competidores "guerreros mentales".


"El cerebro es como un músculo", aseveró, y ejercitar la memoria es una forma de gimnasia mental. Con el tiempo, al igual que con cualquier forma de gimnasia, el cerebro será más capaz, más rápido y más ágil. Acribillé a preguntas a Buzan para que me dijera cuánto costaría aprender esas técnicas. ¿Cómo se ejercitaban los competidores? ¿Cuánto tiempo tardaba en mejorar la memoria? ¿Utilizaban esas técnicas en el día a día? Si de verdad eran tan sencillas y eficaces como él aseguraba, ¿cómo es que yo no había oído nunca hablar de ellas? ¿Por qué no las usábamos todos nosotros?


-Mira, en lugar de hacerme todas esas preguntas, deberías hacer la prueba tú mismo -repuso.


-En teoría, ¿cuánto tardaría alguien como yo en prepararse para el Campeonato de Memoria de Estados Unidos? -le pregunté.


-Si quieres estar entre los tres primeros del campeonato norteamericano, no estaría de más que le dedicaras una hora al día seis días a la semana. Con esa cantidad de tiempo te iría muy bien. Si quisieras participar en el campeonato mundial, tendrías que pasar de tres a cuatro horas al día durante los seis meses previos al campeonato. La cosa se complica.


No tenía ni idea de cómo funcionaba mi propia memoria. ¿Qué es exactamente la memoria? ¿Cómo se crea? ¿Y cómo se almacena? Me había pasado las dos primeras décadas y media de mi vida con una memoria que funcionaba tan a la perfección que nunca había tenido motivo para pararme a pensar en sus mecanismos. Y sin embargo, ahora que me detenía a considerarlo, me daba cuenta de que a decir verdad no funcionaba tan a la perfección. Fallaba estrepitosamente en algunas áreas e iba demasiado bien en otras. Y presentaba muchas rarezas inexplicables. Esa misma mañana se había apoderado de mi cerebro una insoportable canción de Britney Spears que me había obligado a pasar la mayor parte de un trayecto en metro tarareando cuñas publicitarias de Januká en una tentativa de sacármela de la cabeza. ¿A qué venía eso? A decir verdad, ¿por qué no me acordaba de lo que había desayunado el día anterior, aunque recordaba exactamente lo que desayuné hacía cuatro años -cereales Corn Pops, café y un plátano- cuando me dijeron que un avión acababa de estrellarse contra una de las Torres Gemelas? ¿Y por qué siempre se me olvida por qué he abierto la nevera?


Al igual que un ordenador, nuestra capacidad para funcionar en el mundo está limitada por la cantidad de información que podemos barajar simultáneamente. Nuestra vida está estructurada por nuestros recuerdos de acontecimientos. El acontecimiento X sucedió justo antes de las supervacaciones en París. Recordamos los acontecimientos situándolos en el tiempo en relación con otros acontecimientos. Igual que acumulamos recuerdos de datos integrándolos en una red, acumulamos experiencias vitales integrándolas en un entramado de recuerdos cronológicos adicionales. Cuanto más densa es la red, más densa es la experiencia temporal.


Ed Cooke fue uno de los atletas mentales que me enseñaron técnicas de memorización. Ed era un joven gran maestro de Inglaterra. Aseguraba que aprendiendo las técnicas que me iba a enseñar entraría a formar parte de una "orgullosa tradición de memoriosos". La primera de ellas: los palacios de la memoria, un sistema para ordenar en la mente. La idea es crear un lugar que uno conozca bien y pueda visualizar fácilmente, y a continuación poblar ese lugar recreado de imágenes que representen lo que se quiera recordar.


El cuatro veces campeón de memoria de Estados Unidos Scott Hagwood utiliza casas lujosas de la revista Architectural Digest para guardar sus recuerdos. El doctor Yip Swee Chooi, el chispeante campeón de memoria de Malasia, utilizó partes de su cuerpo como lugares que le sirvieran de ayuda a la hora de memorizar las 56.000 palabras de las 1.774 páginas del diccionario Oxford chino-inglés. Se podrían tener docenas, cientos, tal vez incluso miles de palacios de la memoria, cada uno construido para albergar distintos conjuntos de recuerdos.


Si hubiera entrado usted en mi despacho en otoño de 2005, habría visto un post-it -una de mis memorias externas- pegado a la pared por encima de la pantalla del ordenador. Siempre que apartaba la vista de la pantalla veía las palabras "No olvides recordar", una discreta nota que a lo largo de los meses previos al Campeonato de Memoria de Estados Unidos me recordaría que tenía que intentar sustituir mis patrones de indecisión habituales por ejercicios mnemotécnicos más productivos. En lugar de navegar por la web o dar una vuelta a la manzana para descansar la vista, cogía una lista de palabras aleatorias y trataba de memorizarla. En vez de ir al metro con una revista o un libro, sacaba una página de números al azar. ¿Era consciente entonces de lo rarito que me estaba volviendo?


Empecé a intentar utilizar la memoria en la vida cotidiana, incluso cuando no estaba practicando para el puñado de crípticas pruebas que constituirían el campeonato. Los paseos por el barrio se convirtieron en una excusa para memorizar matrículas. Memorizaba las listas de la compra, tenía un almanaque en papel y otro en la cabeza. Siempre que alguien me daba un número de teléfono, lo acomodaba en un palacio de la memoria especial.


Recordar números resultó ser una de las aplicaciones del palacio de la memoria al mundo real en la que confiaba casi a diario. Cuando se trata de memorizar largas series de números, como 100.000 dígitos de pi, la mayoría de los atletas mentales utilizan una compleja técnica, conocida en el Worldwide Brain Club (el foro en línea de los adictos a la memoria, forofos del cubo de Rubik y atletas de las matemáticas) como "persona-acción-objeto", o simplemente PAO. Su linaje se remonta a los sistemas mnemotécnicos de combinación circulares de Giordano Bruno y Ramon Llull.


En el sistema PAO, cada número de dos dígitos del 00 al 99 está representado por una imagen de una persona que ejerce una acción sobre un objeto. El número 34 podría ser Frank Sinatra (una persona) cantando (una acción) con un micrófono (un objeto). De la misma manera, el 13 podría ser David Beckham dándole un puntapié a un balón. El número 79 podría ser Supermán volando con una capa. Cualquier número de seis dígitos, como por ejemplo 34-13-79, se puede convertir a su vez en una única imagen combinando a la persona del primer número con la acción del segundo y el objeto del tercero: en este caso, Frank Sinatra dándole un puntapié a una capa. Si el número fuese 79-34-13, el atleta mental podría visualizar la imagen igualmente extraña de Supermán cantando con un balón de fútbol.


Tras haber dedicado la mayor parte de un año a intentar mejorar la memoria y haber ganado el Campeonato de Memoria de Estados Unidos, volví a la Universidad de Florida para pasar otro día y medio sometiéndome a pruebas por parte de Anders Ericsson y sus estudiantes de posgrado Tres y Katy en el mismo despacho abarrotado donde casi un año antes mi memoria había sido examinada de cabo a rabo. Entonces, ¿había mejorado mi memoria? Según todos los datos objetivos, había mejorado algo. Mi retentiva numérica, el patrón principal por el que se mide la memoria de trabajo, se había duplicado: de nueve a dieciocho.


En comparación con las pruebas de hacía casi un año, era capaz de recordar más versos, más nombres de personas, más datos aleatorios. Y sin embargo, unas noches después del campeonato del mundo salí a cenar con unos amigos, volví a casa en metro y solo cuando entraba por la puerta de la casa de mis padres me acordé de que había ido en coche. No solo había olvidado dónde lo había dejado aparcado: también había olvidado que lo llevaba. Ahí estaba la paradoja: a pesar de todas las proezas de memoria que ahora podía realizar, seguía teniendo la misma mala memoria que hacía que no supiera dónde había dejado las llaves del coche y el coche.

http://www.elpais.com/articulo/portada/entrene/supermemoria/elpepusoceps/20120205elpepspor_10/Tes

lunes, 18 de julio de 2011

La ética y la teoría de la mente

Desactivar neuronas para interferir en juicios morales
de Apuntes científicos desde el MIT de Pere Estupinya


Imaginad una habitación vacía con sólo una caja, una pelota, y un sofá. Tú, un niño de 3 años, y otro de 5, estáis viendo todo lo que ocurre en ella gracias a una cámara oculta. Empieza la acción.

De repente aparece un chico de 12 años, coge la pelota, la mete dentro de la caja, y sale de la habitación. Un minuto después entre un nuevo chico, saca la pelota de la caja, la esconde detrás del sofá, y se marcha. Pasa otro minuto, y regresa el primer chico de 12 años a recoger su pelota. Se para la acción, y el investigador os pregunta: ¿Dónde irá a buscar la pelota; en la caja o detrás del sofá?

Para ti la respuesta es obvia: “En la caja, que es donde inicialmente la dejó”. Si le preguntas al niño de 5 años que vio toda la secuencia contigo contestará lo mismo: “En la caja, porque es donde cree que está”. Pero atención; si le preguntas al niño de 3 años dará una respuesta diferente: “Detrás del sofá”. Lo dirá él, y todos los niños de 3 años o menos. A esa edad, sus cerebros todavía no han desarrollado la capacidad de abstracción necesaria para introducirse en la mente de otras personas e imaginar qué están pensando. Responden que el chico de 12 años irá a buscar la pelota detrás del sofá, porque allí es donde está la pelota. Son incapaces de entender que alguien tiene “falsas creencias”; que alguien tiene en su cabeza una visión del mundo diferente a la suya. Pero algún cambio ocurre en los cerebros de los niños hacia los 4 años de edad, porque a los cinco todos dan la respuesta correcta. Excepto gran parte de autistas.

Existen múltiples versiones de este sorprendente experimento, denominados “false-belief task”. Ésta en concreto nos la explicó la neurocientífica cognitiva del MIT Rebecca Saxe, hace ya un tiempo durante un seminario en Cambridge. Rebecca investiga una capacidad cognitiva llamada Teoría de la Mente. Tener Teoría de la Mente implica poder reflexionar, y ser conscientes de nuestro estado mental interno y el de otros. Es un campo de investigación antiguo, multidisciplinar, que arranca de manera teórica en la filosofía, y del que desde hace poco existen aproximaciones experimentales.

En concreto, Rebecca Saxe utiliza imágenes de resonancia magnética funcional (fMRI) para escanear cerebros de niños de diferentes edades mientras están realizando tareas cognitivas con “tests de falsas creencias”. Y ganó mucho reconocimiento al descubrir algo muy enigmático: en el neocórtex justo detrás de nuestra oreja derecha tenemos una zona del cerebro implicada directamente en la interpretación de los pensamientos internos de otras personas. Es decir; en intentar comprender qué pasa por la mente de alguien que mira un cuadro, nos habla con tono sospechoso, o planea una jugada en el ajedrez. El área se llama Right Temporoparietal Junction (rTPJ), y Rebecca Saxe demostró que se va desarrollando y especializando durante la infancia y adolescencia.

Pero no sólo eso; en personas adultas, la actividad en la rTPJ parece estar correlacionada con una mayor o menor facilidad para interpretar la mente de los demás. Teniendo en cuenta que dicha capacidad de leer la mente de otros está relacionada con los juicios morales que emitimos sobre sus acciones, el equipo de Rebecca Saxe diseñó una serie de experimentos para poner a prueba su hipótesis. Uno de sus ejemplos:

Imagina que estás observando la siguiente situación: Alba y Carmen son dos becarias que investigan en el mismo laboratorio. No se llevan muy bien, pero justo hoy van a tomar café juntas. Alba prepara los cafés. Ella no toma azúcar, y le pregunta a Carmen cuantas cucharadas quiere. “dos”, responde ella. Entonces, al lado del bote de azúcar, Alba distingue otro bote muy parecido pero con un compuesto químico blancuzco y granulado que resulta ser tóxico y provocar fuertes dolores abdominales. A plena conciencia, Alba pone dos cucharadas del producto tóxico en el café de Carmen, y se lo entrega con una malévola sonrisa. Lo que no sabía Alba es que alguien había cambiado el contenido de ambos botes, y en realidad sí le estaba dando azúcar a Carmen. ¿Qué grado de culpa le otorgas a Alba? Para valorarlo –como ya estarás haciendo- deberás fijarte no sólo en el inocente resultado de su acción, sino también en sus maquiavélicos pensamientos.

Imagína ahora esta otra situación: Alba va a buscar el azúcar para Carmen, y le pone dos cucharadas sin saber que alguien había intercambiado el contenido de los botes. Carmen pasa toda la tarde con dolores “por culpa” de Alba. ¿Qué grado de responsabilidad le otorgas a Alba?

Si un niño de 3 años fuera capaz de entender bien toda la situación, te respondería que en el primer caso Alba no tiene ninguna culpa porque no ha pasado nada, y en el segundo toda por darle un tóxico a Carmen. Ni su área rTPJ, ni su capacidad de interpretar la mente de los demás, están desarrolladas todavía. (con autistas, según este artículo reciente, ocurre algo parecido)

Cuando Rebecca Saxe puso adultos bajo el scanner de fMRI mientras les realizaba cuestiones como ésta, encontró una relación significativa entre la actividad de la rTPJ y la proporción de culpa que daban a Alba en las dos situaciones. Claro que todos la acusaban en la primera situación, y la defendían en la segunda, pero cuanta más actividad tenían en la zona rTPJ, más grado de responsabilidad le otorgaban cuando no provocaba un daño pero sí lo quería, y menos cuando causaba un daño por accidente involuntario.

Pero lo más sorprendente, y por lo que escribo esto hoy: Ayer me enviaron un artículo de Liane Young, una investigadora del grupo de Saxe, que ha conseguido alterar la opinión de la gente sobre la actitud de Alba desactivando la rTPJ con Estimulación Magnética Transcraneal (TMS). El título del paper de PNAS lo dice todo: “Disruption of the right temporoparietal junction with transcranial magnetic stimulation reduces the role of beliefs in moral judgments” (Distorsión del rTPJ con TMS reduce el rol de las creencias en los juicios morales).

La estimulación magnética puede servir para activar o desactivar áreas específicas del cerebro. De la manera que la aplica Liane Young, bloquea específicamente el área implicada en leer la mente de las personas, mientras les planteaba la situación de Alba y Carmen. Resultado: los participantes en el estudio modificaban significativamente sus juicios sobre el grado de culpa de Alba. No llegaban a invertirlo, faltaría más, pero sí había diferencias significativas y solían dar más valor al resultado final de la acción, y menos a la intención oculta de Alba. Impresionante. Como concluye el artículo, podemos manipular el cerebro para disminuir nuestra capacidad de utilizar estados mentales en la elaboración de juicios morales.

Cierto que suena muy reduccionista. No necesariamente lo es. Depende de cómo interpretemos los datos. Que nuestros pensamientos son en última instancia fruto de la actividad del cerebro está fuera de toda duda, y esta es la correlación observada. Pero Saxe y Young reconocen que los cambios son pequeños en la escala de juicios morales. Les resulta interesantísimo para investigar el procesamiento mental de los autistas, para ir comprendiendo un poquito mejor el funcionamiento de nuestro cerebro, y quien sabe, quizás para extraer algunas enseñanzas.

sábado, 16 de julio de 2011

Sobre la lectura

Leer nos cambia el cerebro... más de lo que creemos
de Xatakaciencia de Sergio Parra



Corre por ahí el bulo de que leer no es para tanto. Que ya existe la televisión, que vivimos en un mundo audiovisual, y que por tanto la lectura es una actividad como cualquier otra, casi un hobbie, algo marginal que irá retrocediendo con el tiempo. Pero no es así.

La lectura de libros o de textos que requieran concentración y tiempo nos permite llegar a lugares a los que otras tecnologías tienen vedado el paso. No sólo se profundiza en asuntos complejos sino incluso en emociones complejas.

Una buena prueba de ello es cómo piensa un lector respecto a un analfabeto. Los cerebros lectores entienden de otra manera el lenguaje, procesan de manera diferente las señales visuales; incluso razonan y forman los recuerdos de otra manera, tal y como señala la psicóloga mexicana Feggy Ostrosky-Solís.

Los cerebros de los lectores incluso difieren entre sí según qué lecturas tengan por bagaje. Y no sólo estoy hablando de leer Dostoievsky o Pablo Coelho, sino que influye incluso el idioma en el que leemos.

Los lectores de inglés, por ejemplo, elaboran más las áreas del cerebro asociadas con descifrar las formas visuales que los lectores en lengua italiana. Según se cree, la diferencia radica en el hecho de que las palabras inglesas presentan con más frecuencia una forma que no hace evidente la pronunciación. ¿No habéis visto en las películas que a menudo las personas deben deletrear su nombre para que la otra persona sepa cómo se escribe? Por el contrario, las palabras italianas, así como las españolas, suelen escribirse exactamente como se pronuncian.

Por esa razón, también, los vocabularios de las culturas que aprendían a leer incrementaban sus recursos lingüísticos. Por ejemplo, el vocabulario inglés, limitado a unos pocos miles de palabras, se amplió hasta más de un millón con la proliferación de los libros.


Pero ¿qué pasa exactamente, en tiempo real, en el cerebro de una persona que lee y entiende lo que lee, a diferencia de una persona que simplemente mira las imágenes en una pantalla o escucha las palabras de un cuentista?

En 2009, la revista Psychological Science publicó un estudio al respecto, llevado a cabo en el Laboratorio de Cognición Dinámica de la Universidad de Washington, cuya principal investigadora fue Nicole Speer.

Los lectores simulan mentalmente cada nueva situación que se encuentran en una narración. Los detalles de las acciones y sensaciones registrados en el texto se integran en el conocimiento personal de las experiencias pasadas. Las regiones del cerebro que se activan a menudo son similares a las que se activan cuando la gente realiza, imagina u observa actividades similares en el mundo real.

Y todo esto es así porque leer es una actividad muy poco natural. Imaginaos: ¿acaso nuestros antepasados podían concebir permanecer sentados durante mucho tiempo, sin moverse, con la vista fija en un punto estático en la que no está pasando nada? Es decir: mirando pulpa de árbol prensada manchada con lo que parecen insectos aplastados. Más que un ser humano eso parecería una estatua. Un observador analfabeto no entendería qué mira tanto esa criatura porque todo pasa en su cabeza. De algún modo, el humano lector es casi una nueva especie.

El estado natural del cerebro humano, así como el de la mayoría de los primates, tiende a la distracción. Basta con que aparezca cualquier estímulo interesante, y nuestro cerebro sentirás interés por él, olvidándose de lo que estaba haciendo. Sin embargo, leer un libro requiere de una capacidad de concentración intensa durante un largo periodo de tiempo.

Esta tendencia a distraernos con nuevos estímulos, según la psicología evolutiva, tiene mucho sentido. Nuestros ancestros debían tener cerebros hambrientos de novedades y dispuestos a captar cualquier irregularidad: los objetos estacionarios o invariables forman parte del paisaje y mayormente no se perciben. Los ancestros que no tenían esta capacidad, seguramente tenían mayor probabilidad de morir (por ejemplo, un depredador que acecha) o menor probabilidad de fijarse en una oportunidad (por ejemplo, una fuente cercana de alimentos, lo cual también se traducía en una muerte prematura). Y un ancestro muerto es un ancestro que no se reproduce y que no deja en herencia a su prole sus genes, es decir, rasgos como un cerebro que no tiende a la distracción.

Todos los que en el pasado tenían cerebros predispuestos para la concentración y la linealidad, por tanto, se extinguieron. Nosotros somos descendientes de no lectores. Compartimos sus vetas genéticas. Tal y como señala Nicholas Carr:

Leer un libro significaba practicar un proceso antinatural de pensamiento que exigía atención sostenida, ininterrumpida, a un solo objeto estático. Exigía que los lectores se situaran en lo que el T. S. Eliot de los Cuatro cuartetos llamaba “punto de quietud en un mundo que gira”. Tuvieron que entrenar su cerebro para que hiciese caso omiso de todo cuanto sucedía a su alrededor, resistir la tentación de permitir que su enfoque pasara de una señal sensorial a otra. Tuvieron que forjar o reforzar los enlaces neuronales necesarios para contrarrestar su distracción instintiva, aplicando un mayor “control de arriba abajo” sobre su atención. “La capacidad de concentrarse en una sola tarea relativamente sin interrupciones”, escribe Vaughan Bell, psicólogo del King´s College de Londres, representa “una anomalía en la historia de nuestro desarrollo psicológico.

Los libros son el equivalente intelectual de los antibióticos, los aditivos o el aire acondicionado. Son una tecnología capaz de diluir un poco más nuestra humanidad de serie y moldear nuestro cerebro para alcanzar finisterres que hace apenas unos siglos eran inalcanzables. Son una tecnología diferente a Internet, la telvisión o el teléfono móvil, así que vale la pena que no la perdamos.

Ni que decir tiene que mucha gente había cultivado una capacidad de atención sostenida mucho antes de que llegara el libro e incluso el alfabeto. El cazador, el artesano, el asceta, todos tenían que entrenar su cerebro para controlar y concentrar su atención. Lo notable respecto de la lectura de libros es que en esta tarea la concentración profunda se combinaba con un desciframiento del texto e interpretación de su significado que implicaban una actividad y una eficiencia de orden mental muy considerables. La lectura de una secuencia de páginas impresas era valiosa no sólo por el conocimiento que los lectores adquirían a través de las palabras del autor, sino por la forma en que esas palabras activaban vibraciones intelectuales dentro de sus propias mentes.

Así, lectores del mundo, antinaturales todos, si pensáis más profundamente es porque leéis más profundamente. Porque, en ocasiones, ser antinatural es lo más de lo más.

martes, 18 de enero de 2011